Por Vicente Tapia
Del latín classicus, significa periodo de mayor plenitud, que se tiene por modelo digno de imitación o que es típico o característico; un clásico es el que no pasa de moda. El tiempo ni lo empolva, siempre está fresco y vigente. En el arte es a lo que aspiran en convertirse los modernos y del avant garde.
No cualquier obra sufre la transformación hacia el reconocimiento intemporal, para ello requiere de cumplir con características bien delimitadas, como la novedad en el momento del lanzamiento, donde no existan antes propuestas muy similares que hagan percibir un plagio, que atraiga aunque sea sutilmente, la atención sobre otras propuestas. Lo nuevo por lo menos tiene que ser llamativo.
La complejidad moderada es otra particularidad de un clásico. Algo que fácilmente entendemos nos aburre pronto, no divierte, no excita, no exige, no apasiona, no se recuerda. Por otro lado, si el laberinto no tiene una solución para la mente, cansa y nos hace proclives al abandono. Un acertijo que apenas podemos resolver nos invita a regresar a la gloria: una de las definiciones del placer. El ser complejo tiene otras recompensas (y no precisamente las de American Express) que se cobran en la ventanilla de resolver problemas, algo así como uno de los tipos de inteligencia. La sugerencia del arte siempre es imprevisible.
El arte, y en especial la música, llamada comercial tiene el imperativo de la venta. Algo que se escucha fácil, se recuerda sin esfuerzo y nos lleva a la búsqueda del nuevo éxito, tiene por lo regular el destino del olvido. El tiempo es una prueba ácida, aún para la historia (aunque la escriban los que dicen haber ganado).
Desde Monteverdi a Pink Floyd, de Botticelli a Tapies, de Homero a Kawabata, todos comparten la genialidad de que sus admiradores los resistirán al abandono, que quizá sea lo más importante para el artista.
Del latín classicus, significa periodo de mayor plenitud, que se tiene por modelo digno de imitación o que es típico o característico; un clásico es el que no pasa de moda. El tiempo ni lo empolva, siempre está fresco y vigente. En el arte es a lo que aspiran en convertirse los modernos y del avant garde.
No cualquier obra sufre la transformación hacia el reconocimiento intemporal, para ello requiere de cumplir con características bien delimitadas, como la novedad en el momento del lanzamiento, donde no existan antes propuestas muy similares que hagan percibir un plagio, que atraiga aunque sea sutilmente, la atención sobre otras propuestas. Lo nuevo por lo menos tiene que ser llamativo.
La complejidad moderada es otra particularidad de un clásico. Algo que fácilmente entendemos nos aburre pronto, no divierte, no excita, no exige, no apasiona, no se recuerda. Por otro lado, si el laberinto no tiene una solución para la mente, cansa y nos hace proclives al abandono. Un acertijo que apenas podemos resolver nos invita a regresar a la gloria: una de las definiciones del placer. El ser complejo tiene otras recompensas (y no precisamente las de American Express) que se cobran en la ventanilla de resolver problemas, algo así como uno de los tipos de inteligencia. La sugerencia del arte siempre es imprevisible.
El arte, y en especial la música, llamada comercial tiene el imperativo de la venta. Algo que se escucha fácil, se recuerda sin esfuerzo y nos lleva a la búsqueda del nuevo éxito, tiene por lo regular el destino del olvido. El tiempo es una prueba ácida, aún para la historia (aunque la escriban los que dicen haber ganado).
Desde Monteverdi a Pink Floyd, de Botticelli a Tapies, de Homero a Kawabata, todos comparten la genialidad de que sus admiradores los resistirán al abandono, que quizá sea lo más importante para el artista.
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